Fue una noche en la que todos salíamos de organizar nuestras imágenes para la exposición de Pasos que se inauguraría al día siguiente, Viernes de Dolores.
En el interior de la carpa quedábamos unos pocos – los de siempre – y en eso, el guarda jurado nos avisó de “su” presencia señalándonos hacia la entrada del recinto.
Allí, vimos una silueta oscura y alargada, inmóvil y camuflada en el negro de la noche y apenas iluminada por la farola que había junto a la entrada.
– Me ha pedido que, si por favor, la dejo pasar unos segundos para depositar unas flores junto a una de las imágenes – nos dijo el guarda.
Casi todos asentimos y el guarda, acercándose a la persona de la entrada, le despejó la lona para que pudiese entrar.
Apenas nos fijamos en quien entraba. Estábamos tan inmersos en terminar de recoger nuestros bártulos, limpiar el laurel de alrededor de nuestro Ecce Homo y marcharnos a casa para descansar, que no le dimos la más mínima importancia.
Pero en una fracción de segundo, apenas un instante, desvié la mirada y la pude ver acercándose con paso firme hacia nuestra imagen.
– Es el Cristo de la cárcel, ¿verdad? – nos preguntó.
Asentí mientras volvía a nuestros quehaceres.
En ese momento, posó un ramo de margaritas a los pies del Ecce Homo, lo miró fijamente, rezó en silencio, como madurando cada palabra, y a pesar de la improvisada iluminación que teníamos en ese momento, pudimos verla derramar una lágrima.
– No saben cuánto se lo agradezco – nos volvió a decir con su voz potente.
Dirigió de nuevo la mirada hacia los ojos del Nazareno, tragó saliva, y regreso sobre sus pasos para salir de la carpa.
Allí la estaba esperando otra mujer de gran estatura que, rodeándola con sus brazos, consiguió que se fundieran en una sola para alejarse en la penumbra de la noche.
– Eran dos lumis – dijo uno sonriendo con sorna – dos de “esas”.
Sin embargo, para nuestro Ecce Homo había sido un corazón solitario en busca de refugio y consuelo interior.
Y esa noche, parecía como si las manos de la imagen estuviesen más prietas que nunca.
Como si no quisieran soltarse jamás.
En el interior de la carpa quedábamos unos pocos – los de siempre – y en eso, el guarda jurado nos avisó de “su” presencia señalándonos hacia la entrada del recinto.
Allí, vimos una silueta oscura y alargada, inmóvil y camuflada en el negro de la noche y apenas iluminada por la farola que había junto a la entrada.
– Me ha pedido que, si por favor, la dejo pasar unos segundos para depositar unas flores junto a una de las imágenes – nos dijo el guarda.
Casi todos asentimos y el guarda, acercándose a la persona de la entrada, le despejó la lona para que pudiese entrar.
Apenas nos fijamos en quien entraba. Estábamos tan inmersos en terminar de recoger nuestros bártulos, limpiar el laurel de alrededor de nuestro Ecce Homo y marcharnos a casa para descansar, que no le dimos la más mínima importancia.
Pero en una fracción de segundo, apenas un instante, desvié la mirada y la pude ver acercándose con paso firme hacia nuestra imagen.
– Es el Cristo de la cárcel, ¿verdad? – nos preguntó.
Asentí mientras volvía a nuestros quehaceres.
En ese momento, posó un ramo de margaritas a los pies del Ecce Homo, lo miró fijamente, rezó en silencio, como madurando cada palabra, y a pesar de la improvisada iluminación que teníamos en ese momento, pudimos verla derramar una lágrima.
– No saben cuánto se lo agradezco – nos volvió a decir con su voz potente.
Dirigió de nuevo la mirada hacia los ojos del Nazareno, tragó saliva, y regreso sobre sus pasos para salir de la carpa.
Allí la estaba esperando otra mujer de gran estatura que, rodeándola con sus brazos, consiguió que se fundieran en una sola para alejarse en la penumbra de la noche.
– Eran dos lumis – dijo uno sonriendo con sorna – dos de “esas”.
Sin embargo, para nuestro Ecce Homo había sido un corazón solitario en busca de refugio y consuelo interior.
Y esa noche, parecía como si las manos de la imagen estuviesen más prietas que nunca.
Como si no quisieran soltarse jamás.