Mientras Ramón y Angel Valle conseguían adeptos, el resto nos dedicamos a volver a engatusar a nuestras familias para la confección de unos trajes más vistosos y precisos que los de Navidad – en esta ocasión, deberíamos prescindir del espumillón en los trajes –. Y así, mi madre confeccionó con una cartulina blanca y otra dorada, un par de sandalias para mi atuendo de pretor romano, junto con una gran capa roja, un cinturón forrado de tela dorada, y el hábito blanco – sin escudo – de la Cofradía de la Merced. Para la Virgen, se utilizó una capa negra de un viejo disfraz de Drácula que yacía en lo más profundo de mi armario – todo valía para el éxito de nuestra nueva empresa –; para los apóstoles, se volvió a hacer uso y abuso del guardarropía de la parroquia – a escondidas, por supuesto, del genial Claudio. Luego hablaré algo de él –, y así, se consiguieron unas albas de color morado para unos y otras de color ocre para los romanos que me harían escolta; para otros, conseguimos engatusar a Teresa Saro, la que era por aquel entonces encargada del reparto de hábitos en la cofradía en el tiempo de Semana Santa, para que nos prestara diez o veinte a cambio de lavarlos luego en casa y devolverlos bien limpios en el plazo máximo de tres días. Y también de la cofradía cogimos prestado la silla donde se sentaba el cura en la misa de once y media porque al ser medio esférica, venía muy bien para Pilatos; y las cruces de penitente para crucificar a nuestro Jesús y los dos ladrones – que también teníamos en nuestra obrita de teatro. Y vaya espectáculo el ver a unos críos de catorce y quince años, portando a hombros las cruces de penitente hasta el Colegio de la Divina Pastora, donde se realizaría la nueva función…–.
Durante toda la semana anterior a la representación, nos pusimos a pintar los decorados en papel de estraza para engalanar el patio de las Divinas Pastoras, y así, hacer más creíble la historia. E incluso D. Valeriano, en sus homilías en la misa de niños que se celebraba a las once de la mañana en la parroquia, anunciaba a bombo y platillo nuestra nueva función, invitando a todos los feligreses a asistir a tal evento. Y recuerdo a nuestro Claudio farfullando por la sacristía diciendo que “nada bueno habrá de salir de todo esto”…
Durante toda la semana anterior a la representación, nos pusimos a pintar los decorados en papel de estraza para engalanar el patio de las Divinas Pastoras, y así, hacer más creíble la historia. E incluso D. Valeriano, en sus homilías en la misa de niños que se celebraba a las once de la mañana en la parroquia, anunciaba a bombo y platillo nuestra nueva función, invitando a todos los feligreses a asistir a tal evento. Y recuerdo a nuestro Claudio farfullando por la sacristía diciendo que “nada bueno habrá de salir de todo esto”…
Llegados a este punto, permítanme que haga un inciso porque es del todo justo que ahora mismo, y ya que le he mencionado, tenga un grato recuerdo para él, el sacristán de Santa Lucía a quién conocí durante toda mi vida y gran parte de la suya, ya que por mucho que le viésemos protestar, farfullar y despotricar, sabíamos siempre que podíamos contar con él. Y es que Claudio era – y es, porque mi memoria y mi corazón siempre hablan en presente de indicativo – como esos personajes de las películas de John Ford: huraños simpáticos y bonachones y con un punto de reserva que se descubrían a cada golpe de primer plano…
Claudio fue protagonista involuntario de algo que jamás quisiera escribir – y hasta la fecha, es lo único que se me ha publicado. Estaría bueno –, su propia necrológica. Yo ya sabía lo enfermo que se encontraba, que poco a poco se iba apagando como se apagan las velas el día de Santa Lucía. Por tanto, y teniendo siempre bien presente todos los años que pasamos juntos, tan sólo dejé que mi corazón escribiera sobre un papel en blanco lo que “el sacristán” se merecía. Va por él:
“Se nos ha ido Claudio, el verdadero buque insignia de la parroquia donde desarrolló su labor de sacristán durante más de cincuenta años. Me consta que vamos a sentir su ausencia durante más tiempo que ese, y es que la ausencia de Claudio va a ser de esas ausencias de las que hablan los boleros. Las ausencias que triunfan.
Yo conocí a Claudio siendo un crío, a principios de los ochenta, y él me enseñó un montón de cosas mientras fui monaguillo y lector en las misas dominicales de once con D. Valeriano. Me enseñó a salir respetuosamente del Altar para ir hacia el atril donde debía leer la primera lectura; me enseñó a distinguir las velas buenas de roura de las otras que “eran del montón”; e incluso me enseñó a colocar el tapete sobre el Altar y el cómo debían ir colocados todos los aditamentos necesarios para el desarrollo necesario de la Eucaristía.
De Claudio podría estar hablando durante un montón de tiempo porque fueron muchos los momentos compartidos con él. En los últimos años, colocaba el Nacimiento con el resto de chicos del coro y por allí aparecía Claudio para darnos su callado asentimiento. Nos miraba a los ojos e incluso nos rutaba como sólo él sabía hacer.
Una señora llamó a la parroquia el día de nuestra patrona para preguntarle el horario de misas de la tarde. “Sólo a las seis y a las ocho, señora”, le contestó Claudio. “Uy, ¿y a las siete no?”, le volvió a preguntar ella. “Por supuesto, señora – le saltó nuestro Claudio – pásese un momento antes por la sacristía, le pruebo un alba y la predica usted”. Esa anécdota la recuerdo con mucho cariño, pues todos nos desternillábamos con su forma de ser. Incluso la señora.
Lo último que compartí con Claudio fue esta pasada Navidad. Yo, colocando el Nacimiento y él pasando por donde me encontraba para que no me faltara de nada. Y lo consiguió. Un año más, el Nacimiento se expuso como se debía.
Hay un último “plano cinematográfico” de Claudio que quisiera recordar. Una tarde en Santa Lucía, iluminado el templo únicamente con la luz solar que se filtraba por entre las vidrieras y llegando directamente hacia donde se encontraba Claudio, junto al Altar, mientras colocaba en silencio el tapete. Era como si esa luz divina le inspirase para colocar el tapete con la precisión milimétrica con la que él lo hacía todo. Pero me di cuenta de que no era así. Claudio ya nació inspirado para eso y para mucho más.
Te echaremos de menos, “paisano” de Ruente. Descansa en paz”
Claudio fue protagonista involuntario de algo que jamás quisiera escribir – y hasta la fecha, es lo único que se me ha publicado. Estaría bueno –, su propia necrológica. Yo ya sabía lo enfermo que se encontraba, que poco a poco se iba apagando como se apagan las velas el día de Santa Lucía. Por tanto, y teniendo siempre bien presente todos los años que pasamos juntos, tan sólo dejé que mi corazón escribiera sobre un papel en blanco lo que “el sacristán” se merecía. Va por él:
“Se nos ha ido Claudio, el verdadero buque insignia de la parroquia donde desarrolló su labor de sacristán durante más de cincuenta años. Me consta que vamos a sentir su ausencia durante más tiempo que ese, y es que la ausencia de Claudio va a ser de esas ausencias de las que hablan los boleros. Las ausencias que triunfan.
Yo conocí a Claudio siendo un crío, a principios de los ochenta, y él me enseñó un montón de cosas mientras fui monaguillo y lector en las misas dominicales de once con D. Valeriano. Me enseñó a salir respetuosamente del Altar para ir hacia el atril donde debía leer la primera lectura; me enseñó a distinguir las velas buenas de roura de las otras que “eran del montón”; e incluso me enseñó a colocar el tapete sobre el Altar y el cómo debían ir colocados todos los aditamentos necesarios para el desarrollo necesario de la Eucaristía.
De Claudio podría estar hablando durante un montón de tiempo porque fueron muchos los momentos compartidos con él. En los últimos años, colocaba el Nacimiento con el resto de chicos del coro y por allí aparecía Claudio para darnos su callado asentimiento. Nos miraba a los ojos e incluso nos rutaba como sólo él sabía hacer.
Una señora llamó a la parroquia el día de nuestra patrona para preguntarle el horario de misas de la tarde. “Sólo a las seis y a las ocho, señora”, le contestó Claudio. “Uy, ¿y a las siete no?”, le volvió a preguntar ella. “Por supuesto, señora – le saltó nuestro Claudio – pásese un momento antes por la sacristía, le pruebo un alba y la predica usted”. Esa anécdota la recuerdo con mucho cariño, pues todos nos desternillábamos con su forma de ser. Incluso la señora.
Lo último que compartí con Claudio fue esta pasada Navidad. Yo, colocando el Nacimiento y él pasando por donde me encontraba para que no me faltara de nada. Y lo consiguió. Un año más, el Nacimiento se expuso como se debía.
Hay un último “plano cinematográfico” de Claudio que quisiera recordar. Una tarde en Santa Lucía, iluminado el templo únicamente con la luz solar que se filtraba por entre las vidrieras y llegando directamente hacia donde se encontraba Claudio, junto al Altar, mientras colocaba en silencio el tapete. Era como si esa luz divina le inspirase para colocar el tapete con la precisión milimétrica con la que él lo hacía todo. Pero me di cuenta de que no era así. Claudio ya nació inspirado para eso y para mucho más.
Te echaremos de menos, “paisano” de Ruente. Descansa en paz”
Este inciso no estaba previsto en un principio de igual modo que nunca está prevista la muerte de los “nuestros” por muy anunciada y cacareada que esté durante toda nuestra vida. Pero hablar de aquella obra de teatro en las Divinas Pastoras, y haciendo alusión a otras que se desarrollaron a los pies del Altar de Santa Lucía, ha hecho que desviara la mirada hacia donde seguro que se encontrará Claudio, para plasmar lo que todos los parroquianos sentimos a la hora de su muerte. Y ese lugar no aparece en los mapas. Y no porque sea pequeño – que no lo es –, sino porque estoy seguro de que los cartógrafos, a pesar de que hacen trabajos técnicos y precisos, se ven limitados a la hora de plasmar unas fronteras trazadas por intereses políticos y demás lindezas. El mapa de los sentimientos es otra cosa. Por eso, entre otros lugares, no aparece en los mapas geográficos el lugar donde se halla Claudio)