Volviendo al tema central de este capítulo, continuar diciendo que llegó el día de nuestra representación de la Pasión. Un sábado en el cual el clima se emperró de tal manera que, durante toda la mañana, llovió, hizo un viento huracanado y un frío de los que entran en los anales de la climatología. Para colmo, el viento había rasgado por completo casi todos los decorados, que se habían colocado a primera hora de la mañana aprovechando que no había colegio, y nuestro gozo, que parecía caer en un pozo, no decayó al poder aprovechar algo de lo que Conchi y Amaya habían pintado para poder tapar las ventanas del patio aunque sólo fuera un poco. Por lo demás, tan sólo nos quedaba mirar hacia el cielo, suspirar unas cuantas veces, y esperar. Sobre todo eso, esperar.
Llegamos a las dependencias de la Divina Pastora a eso de las cuatro y media de la tarde, con nuestros atuendos en bolsas de plástico. Se colocaron rápidamente las mesas que servirían para la Ultima Cena en uno de los laterales del patio; se colocó la tela roja que taparía la balaustrada de la pista y que serviría para la balconada de Pilato aprovechando que se encontraba en una altura superior; se probaron los micrófonos y el aparato de música mientras Conchi, Amaya y Angel comenzaban a colocar las casetes en el lugar preciso para tal o cual melodía (todavía el compacto estaba en periodo de gestación remolona); y los demás, tras volver a pegar con celo los restos del decorado que se resistían a permanecer sobre las paredes, nos adentramos en varios cuartos para comenzar a cambiarnos y repasar nuestros diálogos, que eran fieles a los textos evangélicos y complicados de memorizar; y una vez vestidos, el propio Angel se quedó asombrado del resultado del trabajo de nuestras madres.
A las cinco de la tarde en punto, se abrieron las puertas del Colegio para que el público fuera entrando y ocupando los bancos colocados en los laterales del patio. Y aunque la afluencia no fue masiva, nos dimos por satisfechos teniendo en cuenta el clima tan horrible que hacía en esos momentos.
La función dio comienzo y todo se desarrolló con aparente normalidad. Comenzó la escena de la Ultima Cena con Ramón, micrófono en mano y pasándolo entre unos y otros. De ahí a la escena del Prendimiento – unos cuantos apóstoles salieron corriendo para cambiarse de hábito y peluca para hacer otros papeles mientras otros retiraban las mesas de manera disimulada. El patio era pequeño para todo lo que debíamos representar –. Luego llegó mi escena, a los pies de la escalera que daba a la pista, con un Pilatos hecho un manojo de nervios y como si fuese un extra de una mala película de romanos – gafas puestas con cordón incluido, el reloj bien visible…–. Tras las primeras frases, había que subir las tres o cuatro escaleras que daban a la pista con esas sandalias de cartulina que hizo mi madre, para la escena de Barrabás. Y de ahí, a la escena del Calvario con las cruces a cuestas dando dos vueltas por el patio y donde se repartían las escenas del Encuentro con María, con la Verónica – precioso el dibujo que Aparecida llevaba en la tela – hasta llegar a la escena cumbre de la crucifixión realizada de una manera totalmente casera. Las cruces, apoyadas en las paredes, con Ramón y los dos ladrones apoyadas sobre ellas y subidos a unas banquetas para parecer realmente crucificados, y otro haciendo ruido con una piedra sobre la madera de la cruz para que sonara de una manera totalmente real. Y lo parecía. Sobre todo cuando se hizo un silencio, las chicas que hacían de María, Magdalena y Cleofás, se sentaron en el suelo, y sólo se les veía a ellos, sobre esas banquetas, con los brazos bien extendidos, y con la cabeza ladeada. Y encima, el cielo gris, que ayudaba a crear una atmósfera certera para la ocasión. Tras el Descendimiento, sonó el “Aleluya” de Haendel para escenificar la Resurrección. La apoteosis final de nuestra particular representación de la Pasión que culminó con el aplauso de nuestras familias, de las monjas del Colegio, y de cuatro o cinco parroquianos que habían escuchado el horario de la representación en las homilías de Santa Lucía…
Es bonito recordar estas cosas después de tantos y tantos años.
En Santa Lucía no se ha vuelto a representar nunca más la Pasión. Aquella fue la primera y la última vez que se realizó. Ahora es imposible encontrar a tanta gente que quiera desprenderse de los artificios materiales que adornan nuestro día a día. Por eso, aún hoy Angel Valle echa de menos aquellos años.
Después de la Pasión, representamos en el mes de mayo, y a los pies del Altar de la parroquia, diversas escenas de la vida de la Virgen María y varias apariciones, como las de Lourdes o Fátima. También primera y última vez. Lo único que se ha perpetuado durante todo este tiempo, han sido las representaciones de la Navidad. Quizá porque es una fiesta para los niños, que lo viven de una manera muy especial. Como en aquellas entrañables cenas de Nochebuena en casa de mi tía Tere, cuando mi tío Miguel Angel cogía a toda la “sobrinada” y nos subía por las casas de todos los vecinos a cantar villancicos en los Nacimientos de sus respectivas viviendas a la vez que íbamos sumando adeptos a medida que subíamos pisos. Especial y mágica. Esas son las marcas de fábrica para esa fiesta tan evocadora y nostálgica. Sobre todo en el momento en que uno se pone a enumerar las sillas que hay vacías en torno a la mesa.
En esta pasada Navidad del 2003, a la representación de la Navidad en Santa Lucía acudió gran afluencia de gente a ambos lados. Es decir, entre el público y entre los niños que hacían algún papel. Algunos de los que hicimos la Pasión quince años atrás, cogimos las guitarras para cantar villancicos con los niños, y de Niño Jesús hizo Martín, el hijo natural de mi amiga Aparecida, aquella Verónica de la obra de teatro de 1988 y que ahora representa su mejor papel. El de madre.
Sobre el tema de la Pasión, resaltar que en esta pasada Semana Santa de 2004, la Pasión viviente de Castro Urdiales tuvo que ser suspendida cuando ya había comenzado, debido al diluvio que estaba cayendo en esos momentos y que ocasionó el que varios actores tuvieran que ser atendidos por equipos sanitarios.
En estos instantes, y a través de estas líneas, tras haberme acordado de aquello, sólo me resta dar la razón a aquel escritor que dijo que la nostalgia suena como las melodías al piano a eso de la medianoche.
El concierto nº 2 de Rachmaninoff no estaría del todo mal. Su adagio al piano consiguió que Celia Johnson recordara su historia de amor con Trevor Howard en “Breve encuentro”.
Llegamos a las dependencias de la Divina Pastora a eso de las cuatro y media de la tarde, con nuestros atuendos en bolsas de plástico. Se colocaron rápidamente las mesas que servirían para la Ultima Cena en uno de los laterales del patio; se colocó la tela roja que taparía la balaustrada de la pista y que serviría para la balconada de Pilato aprovechando que se encontraba en una altura superior; se probaron los micrófonos y el aparato de música mientras Conchi, Amaya y Angel comenzaban a colocar las casetes en el lugar preciso para tal o cual melodía (todavía el compacto estaba en periodo de gestación remolona); y los demás, tras volver a pegar con celo los restos del decorado que se resistían a permanecer sobre las paredes, nos adentramos en varios cuartos para comenzar a cambiarnos y repasar nuestros diálogos, que eran fieles a los textos evangélicos y complicados de memorizar; y una vez vestidos, el propio Angel se quedó asombrado del resultado del trabajo de nuestras madres.
A las cinco de la tarde en punto, se abrieron las puertas del Colegio para que el público fuera entrando y ocupando los bancos colocados en los laterales del patio. Y aunque la afluencia no fue masiva, nos dimos por satisfechos teniendo en cuenta el clima tan horrible que hacía en esos momentos.
La función dio comienzo y todo se desarrolló con aparente normalidad. Comenzó la escena de la Ultima Cena con Ramón, micrófono en mano y pasándolo entre unos y otros. De ahí a la escena del Prendimiento – unos cuantos apóstoles salieron corriendo para cambiarse de hábito y peluca para hacer otros papeles mientras otros retiraban las mesas de manera disimulada. El patio era pequeño para todo lo que debíamos representar –. Luego llegó mi escena, a los pies de la escalera que daba a la pista, con un Pilatos hecho un manojo de nervios y como si fuese un extra de una mala película de romanos – gafas puestas con cordón incluido, el reloj bien visible…–. Tras las primeras frases, había que subir las tres o cuatro escaleras que daban a la pista con esas sandalias de cartulina que hizo mi madre, para la escena de Barrabás. Y de ahí, a la escena del Calvario con las cruces a cuestas dando dos vueltas por el patio y donde se repartían las escenas del Encuentro con María, con la Verónica – precioso el dibujo que Aparecida llevaba en la tela – hasta llegar a la escena cumbre de la crucifixión realizada de una manera totalmente casera. Las cruces, apoyadas en las paredes, con Ramón y los dos ladrones apoyadas sobre ellas y subidos a unas banquetas para parecer realmente crucificados, y otro haciendo ruido con una piedra sobre la madera de la cruz para que sonara de una manera totalmente real. Y lo parecía. Sobre todo cuando se hizo un silencio, las chicas que hacían de María, Magdalena y Cleofás, se sentaron en el suelo, y sólo se les veía a ellos, sobre esas banquetas, con los brazos bien extendidos, y con la cabeza ladeada. Y encima, el cielo gris, que ayudaba a crear una atmósfera certera para la ocasión. Tras el Descendimiento, sonó el “Aleluya” de Haendel para escenificar la Resurrección. La apoteosis final de nuestra particular representación de la Pasión que culminó con el aplauso de nuestras familias, de las monjas del Colegio, y de cuatro o cinco parroquianos que habían escuchado el horario de la representación en las homilías de Santa Lucía…
Es bonito recordar estas cosas después de tantos y tantos años.
En Santa Lucía no se ha vuelto a representar nunca más la Pasión. Aquella fue la primera y la última vez que se realizó. Ahora es imposible encontrar a tanta gente que quiera desprenderse de los artificios materiales que adornan nuestro día a día. Por eso, aún hoy Angel Valle echa de menos aquellos años.
Después de la Pasión, representamos en el mes de mayo, y a los pies del Altar de la parroquia, diversas escenas de la vida de la Virgen María y varias apariciones, como las de Lourdes o Fátima. También primera y última vez. Lo único que se ha perpetuado durante todo este tiempo, han sido las representaciones de la Navidad. Quizá porque es una fiesta para los niños, que lo viven de una manera muy especial. Como en aquellas entrañables cenas de Nochebuena en casa de mi tía Tere, cuando mi tío Miguel Angel cogía a toda la “sobrinada” y nos subía por las casas de todos los vecinos a cantar villancicos en los Nacimientos de sus respectivas viviendas a la vez que íbamos sumando adeptos a medida que subíamos pisos. Especial y mágica. Esas son las marcas de fábrica para esa fiesta tan evocadora y nostálgica. Sobre todo en el momento en que uno se pone a enumerar las sillas que hay vacías en torno a la mesa.
En esta pasada Navidad del 2003, a la representación de la Navidad en Santa Lucía acudió gran afluencia de gente a ambos lados. Es decir, entre el público y entre los niños que hacían algún papel. Algunos de los que hicimos la Pasión quince años atrás, cogimos las guitarras para cantar villancicos con los niños, y de Niño Jesús hizo Martín, el hijo natural de mi amiga Aparecida, aquella Verónica de la obra de teatro de 1988 y que ahora representa su mejor papel. El de madre.
Sobre el tema de la Pasión, resaltar que en esta pasada Semana Santa de 2004, la Pasión viviente de Castro Urdiales tuvo que ser suspendida cuando ya había comenzado, debido al diluvio que estaba cayendo en esos momentos y que ocasionó el que varios actores tuvieran que ser atendidos por equipos sanitarios.
En estos instantes, y a través de estas líneas, tras haberme acordado de aquello, sólo me resta dar la razón a aquel escritor que dijo que la nostalgia suena como las melodías al piano a eso de la medianoche.
El concierto nº 2 de Rachmaninoff no estaría del todo mal. Su adagio al piano consiguió que Celia Johnson recordara su historia de amor con Trevor Howard en “Breve encuentro”.