Echando la vista hacia atrás, el mundo del cine comenzó mudo y en blanco y negro, en las barracas de feria y ante la enorme expectación de unas gentes que se abrían a pasos agigantados en “eso” que iba a revolucionar al mundo entero. Aquí, en Santander, el cine tuvo su bautismo de fuego en el mes de agosto de 1905, tal y como recogen las crónicas de la época, cuando un tal señor Piñal instaló un cinematógrafo en las cercanías del muelle y con unas características muy curiosas que causaron admiración entre las gentes de la ciudad. A través de un gramófono, se consiguió que las imágenes proyectadas sobre un lienzo hablasen, bailasen y hasta cantasen. Todo un hito verdaderamente insólito en unos tiempos en que el primitivo cine aún estaba en pañales.
Si rememoro mis inicios en el mundo de la Semana Santa, estos también son mudos y en blanco y negro; mudo, ante la imagen de nuestro Nazareno saliendo a hombros por la puerta de la vieja capilla de la Merced y ante la expectación y devoción de unas gentes que, a finales del siglo XX, mantenían la idea de progreso como algo bien latente y patente en sus vidas; y en blanco y negro, porque en las noches cerradas de Santander, el blanco de los hábitos de los de la Merced resaltaba – y sigue resaltando – sobre un negro que devoraba al naranja crepuscular de primavera y que tan sólo se iluminaba con la luz indirecta de los faroles situados junto a nuestras imágenes, al tiempo que el silencio respetuoso del caminar de nuestros hermanos por las calles de la ciudad formaban parte del ornato de ese primer plano cinematográfico de mi vida.
Es hoy, desde mi perspectiva de nuevo Secretario de esta Junta de Cofradías Penitenciales que engloba a las doce que procesionan en Santander, y tras haber realizado hace unos años una exposición con los mejores y más artísticos carteles que han pregonado la Semana Santa de mi ciudad, cuando decido rememorar en glorioso blanco y negro – como reza la publicidad de las viejas películas de Hollywood – aquellas estampas que se han querido alojar en lo más profundo de mi retina y de mi corazón.
Las que enumero a continuación, son las que han permanecido para siempre en mi memoria mientras un servidor, espectador infantil y atónito, sentado en aquellas sillas azules que se alquilaban en el Paseo Pereda para presenciar las procesiones (y en el auditórium del Sardinero, junto a la Iglesia de San Roque, para ver a Chupagrifos y compañía), iba descubriendo una colección de estampas que, con el tiempo, pasarían a ser primeras figuras del teatro de mi vida. Y como en el cine, aquellas imágenes de mi infancia conjugan a la perfección con toda esta trama de igual modo que Maureen O´Hara es la esencia del cine de John Ford, y la sonrisa y la lágrima la del cine de Sir Charles Chaplin.
Si rememoro mis inicios en el mundo de la Semana Santa, estos también son mudos y en blanco y negro; mudo, ante la imagen de nuestro Nazareno saliendo a hombros por la puerta de la vieja capilla de la Merced y ante la expectación y devoción de unas gentes que, a finales del siglo XX, mantenían la idea de progreso como algo bien latente y patente en sus vidas; y en blanco y negro, porque en las noches cerradas de Santander, el blanco de los hábitos de los de la Merced resaltaba – y sigue resaltando – sobre un negro que devoraba al naranja crepuscular de primavera y que tan sólo se iluminaba con la luz indirecta de los faroles situados junto a nuestras imágenes, al tiempo que el silencio respetuoso del caminar de nuestros hermanos por las calles de la ciudad formaban parte del ornato de ese primer plano cinematográfico de mi vida.
Es hoy, desde mi perspectiva de nuevo Secretario de esta Junta de Cofradías Penitenciales que engloba a las doce que procesionan en Santander, y tras haber realizado hace unos años una exposición con los mejores y más artísticos carteles que han pregonado la Semana Santa de mi ciudad, cuando decido rememorar en glorioso blanco y negro – como reza la publicidad de las viejas películas de Hollywood – aquellas estampas que se han querido alojar en lo más profundo de mi retina y de mi corazón.
Las que enumero a continuación, son las que han permanecido para siempre en mi memoria mientras un servidor, espectador infantil y atónito, sentado en aquellas sillas azules que se alquilaban en el Paseo Pereda para presenciar las procesiones (y en el auditórium del Sardinero, junto a la Iglesia de San Roque, para ver a Chupagrifos y compañía), iba descubriendo una colección de estampas que, con el tiempo, pasarían a ser primeras figuras del teatro de mi vida. Y como en el cine, aquellas imágenes de mi infancia conjugan a la perfección con toda esta trama de igual modo que Maureen O´Hara es la esencia del cine de John Ford, y la sonrisa y la lágrima la del cine de Sir Charles Chaplin.