
Yo ya era espectador, en primera fila y junto al pasillo, de todo aquel gran desfile continuo de imágenes a golpe de tambor y saeta de principios de los 80. La reina, la estrella de la película, era la “Virgen de los Dolores” debido a la solemnidad artística de la talla y de las andas que la portaban. Palio, candelería, jarrones de plata, corona y diadema, un inmenso y majestuoso manto profusamente bordado y las joyas de las señoronas pudientes que, anécdotas puntuales aparte, servían para embellecer aún más si cabe la preciosa imagen que Daniel Alegre Rodrigo realizó en 1941.
Sobre esta monumental imagen – aunque a la Virgen se la procesionara sola, sin palio ni adorno alguno, seguiría siendo monumental y soberbia – se ha hablado y escrito mucho. Y es de recibo el rescatar de aquellos viejos programas de nuestra Semana Santa, concretamente la de 1948, una reseña escrita por D. Marcial Solana, hermano de la cofradía, sobre esta su “Virgen de los Dolores”, y la hermandad que la procesiona, la Real Hermandad y Cofradía de los Dolores Gloriosos de la Santísima Virgen María y San Andrés Apóstol:
“Con verdadera fuerza de expresión declara lo que fueron los dolores de la Santísima Virgen en la Pasión y Muerte de su Divino Hijo, la frase con que Simeón se los anunció en el templo de Jerusalén al poco de haber nacido Jesús, nuestro Salvador: “Y una espada atravesará tu propia alma (Evangelio según San Lucas, capítulo II, versículo 35)”.
La espada de que habla el santo anciano es la propia Pasión del Redentor. Esta espada atravesó a la vez a nuestro Señor Jesucristo y a su Santísima Madre, pero de modo distinto y causando diversos efectos. En el Salvador, esa espada atravesó la sagrada humanidad, hipostáticamente unida a la persona del Verbo; y produjo la muerte real y propia, separando entre sí el alma y el cuerpo de Jesús. Esa misma espada, la Pasión de Nuestro Señor, atravesó también el alma de la Virgen María, que presenciaba los tormentos y agonías de su Hijo, pero no produjo la muerte real y propia de nuestra Señora, no separó entre sí el alma y el cuerpo de María Santísima; pero causó en ella dolor tan acerbo y aflicción tan intensa que, puede decirse con todo fundamento, que el alma de Nuestra Señora quedó transido y traspasada, de suerte que de no mediar un auxilio especialísimo por parte de Dios, la Virgen María hubiera muerto entonces.
Es indudable que nuestros pecados fueron la causa de la Pasión y Muerte del Redentor y, por consiguiente, también de los Dolores de la Virgen María. Nosotros hemos sido la espada que atravesó el alma de la Madre de Dios. Caigamos pues a los pies de la Virgen de los Dolores y, arrepentidos y pesarosos de haber pecado, digámosle no sólo con los labios, sino principalmente con el corazón y el alma, lo mismo que Jacopone di Todi en el “Stabat Mater Dolorosa”, según nuestro Lope de Vega lo tradujo en versos castellanos:
Sobre esta monumental imagen – aunque a la Virgen se la procesionara sola, sin palio ni adorno alguno, seguiría siendo monumental y soberbia – se ha hablado y escrito mucho. Y es de recibo el rescatar de aquellos viejos programas de nuestra Semana Santa, concretamente la de 1948, una reseña escrita por D. Marcial Solana, hermano de la cofradía, sobre esta su “Virgen de los Dolores”, y la hermandad que la procesiona, la Real Hermandad y Cofradía de los Dolores Gloriosos de la Santísima Virgen María y San Andrés Apóstol:
“Con verdadera fuerza de expresión declara lo que fueron los dolores de la Santísima Virgen en la Pasión y Muerte de su Divino Hijo, la frase con que Simeón se los anunció en el templo de Jerusalén al poco de haber nacido Jesús, nuestro Salvador: “Y una espada atravesará tu propia alma (Evangelio según San Lucas, capítulo II, versículo 35)”.
La espada de que habla el santo anciano es la propia Pasión del Redentor. Esta espada atravesó a la vez a nuestro Señor Jesucristo y a su Santísima Madre, pero de modo distinto y causando diversos efectos. En el Salvador, esa espada atravesó la sagrada humanidad, hipostáticamente unida a la persona del Verbo; y produjo la muerte real y propia, separando entre sí el alma y el cuerpo de Jesús. Esa misma espada, la Pasión de Nuestro Señor, atravesó también el alma de la Virgen María, que presenciaba los tormentos y agonías de su Hijo, pero no produjo la muerte real y propia de nuestra Señora, no separó entre sí el alma y el cuerpo de María Santísima; pero causó en ella dolor tan acerbo y aflicción tan intensa que, puede decirse con todo fundamento, que el alma de Nuestra Señora quedó transido y traspasada, de suerte que de no mediar un auxilio especialísimo por parte de Dios, la Virgen María hubiera muerto entonces.
Es indudable que nuestros pecados fueron la causa de la Pasión y Muerte del Redentor y, por consiguiente, también de los Dolores de la Virgen María. Nosotros hemos sido la espada que atravesó el alma de la Madre de Dios. Caigamos pues a los pies de la Virgen de los Dolores y, arrepentidos y pesarosos de haber pecado, digámosle no sólo con los labios, sino principalmente con el corazón y el alma, lo mismo que Jacopone di Todi en el “Stabat Mater Dolorosa”, según nuestro Lope de Vega lo tradujo en versos castellanos: