Era la tarde de Viernes Santo de 1979 -veintiséis años ya- y yo, en el Paseo de Pereda, contemplaba el desfilar de las Cofradías, solo seis, y de los pasos, nada más que ocho, que recorrían las calles en la tradicional procesión del Santo Entierro. Desde niño había ido, con fidelidad inalterable, a “ver” los cortejos penitenciales de Semana Santa en mi ciudad de Santander, y siempre me habían causado singular e irracional sensación a pesar de su cada vez más precaria “puesta en escena”. Sin embargo, nunca, en mis diecinueve años de vida, había participado directamente en ellos ni se me había ocurrido integrarme en el mundo cofrade. Recuerdo que, a mi lado, una persona, hoy ya desaparecida pero de la que conservaré permanentemente el mejor de los recuerdos, murmuró al terminar de pasar la procesión por delante de nosotros: “Esto no dura ni dos Semanas Santas más”.
Era lógico que así pensara. Desde mediados de los sesenta nuestros cortejos penitenciales habían ido entrando en caída libre hasta llegar al lastimoso estado en que entonces se presentaban ante nuestra vista. Sin duda, también los entonces responsables de la Junta de Cofradías eran conscientes de ello, pues días después apareció en la prensa un anuncio en el que convocaban a quienes estuvieran dispuestos a apuntalar estas tradicionales manifestaciones de religiosidad popular a participar en una reunión que tuvo efecto en los salones parroquiales de los PP. Pasionistas.
Animado por uno de mis amigos, que esa Semana Santa había tocado el timbal en la banda de la Archicofradía de la Pasión, allí nos presentamos los dos con tanta osadía como disponibilidad. Y aquellos señores, ya ancianos la mayoría, nos recibieron con los brazos abiertos y depositaron enseguida una confianza en nosotros (hasta entonces desconocidos para ellos y ni siquiera veinteañeros), que permitieron casi de inmediato una relación fluida y amistosa que duró tantos años como la vida que le quedó a cada uno. La Hermandad de La Inmaculada había anunciado su desaparición inmediata, y como en aquellos momentos yo presidía un nutrido y animoso grupo juvenil en la parroquia del Carmen, decidimos hacernos cargo de ella y asegurar su continuidad.
No sé cómo pasó, pero tal cosa marcó el punto de partida de la “resurrección” de nuestras procesiones penitenciales santanderinas. Fueron llegando más jóvenes, reconstituyéndose Hermandades, recuperándose pasos y enseres dispersos… Aquel Viernes Santo habían salido a la calle -¡y en qué condiciones!- solo seis Cofradías y ocho pasos. En 2005 lo harán trece de las primeras y veinticuatro de los segundos. Quedan en medio veintiséis años de ilusiones y de trabajos, de logros y de fracasos, de generosidad y de esfuerzo, de compañerismo y espíritu de sacrificio; de múltiples experiencias, en suma.
El autor de este libro, Isidro, que ha tenido conmigo la sincera amabilidad de querer que yo lo prologara, ha vivido la Semana Santa santanderina y el mundo cofrade desde la infancia. Catorce años más joven que yo, ya la conoció renovada y en auge creciente. No por eso se situó, como muchos, en la posición cómoda de dejar el trabajo a los demás y beneficiarse del mismo en las ocasiones “de lucimiento”. Muy al contrario, ha bregado y luchado desde niño por ella como el que más, no ha sido espectador sino protagonista de su devenir y de sus avatares, primero en “su” Archicofradía de La Merced y actualmente también en la Junta de Cofradías.
Conociéndole, sabiendo de su personalidad, de su talento, de su sensibilidad, de sus cualidades, de su temperamento, no me cabe duda de que el presente libro -cuyo texto no he podido conocer aún porque el autor prefiere que su lectura no influya en mí a la hora de prologarlo- será un torbellino de vivencias, de impresiones, de elucubraciones mentales y sentimentales. Una amalgama de ideas y de imágenes, de aromas y colores, de poesía y de prosa, ésta nunca banal. Él es así. Él tiene alma de creador, de artista, de poeta, y estas personalidades tan especiales hacen cosas especiales también. Son capaces de ver con ojos distintos a los del común de los mortales el mundo que los rodea, de analizarlo con verdadera personalidad y originalidad, de establecer relaciones sorprendentes entre las cosas, de sentir con otra intensidad, de mirar con la lucidez de lo intuitivo…
Me atrevería a aventurar -si mucho no me equivoco, y estoy seguro de que no- que este libro no es para quien busque un estudio metódico, estructurado, digamos que “científico”, sobre las Cofradías y procesiones de la Semana Santa de Santander. Para eso ya existen otras publicaciones aparecidas previamente. Este texto es para quien quiera acercarse a las vivencias personales de un cofrade que lo ha sido “de toda la vida” y que lo ha sido (y sigue siendo) intensamente. Y, como dejo ya apuntado, ni siquiera encontraréis aquí reflejadas las experiencias y sentimientos de un cofrade más, sino un cofrade privilegiado, por su personalidad y por su vinculación al mundo que analiza y evoca. Un cofrade muy particular que se llama Isidro Rodríguez Ayestarán.
FRANCISCO GUTIÉRREZ DÍAZ
Era lógico que así pensara. Desde mediados de los sesenta nuestros cortejos penitenciales habían ido entrando en caída libre hasta llegar al lastimoso estado en que entonces se presentaban ante nuestra vista. Sin duda, también los entonces responsables de la Junta de Cofradías eran conscientes de ello, pues días después apareció en la prensa un anuncio en el que convocaban a quienes estuvieran dispuestos a apuntalar estas tradicionales manifestaciones de religiosidad popular a participar en una reunión que tuvo efecto en los salones parroquiales de los PP. Pasionistas.
Animado por uno de mis amigos, que esa Semana Santa había tocado el timbal en la banda de la Archicofradía de la Pasión, allí nos presentamos los dos con tanta osadía como disponibilidad. Y aquellos señores, ya ancianos la mayoría, nos recibieron con los brazos abiertos y depositaron enseguida una confianza en nosotros (hasta entonces desconocidos para ellos y ni siquiera veinteañeros), que permitieron casi de inmediato una relación fluida y amistosa que duró tantos años como la vida que le quedó a cada uno. La Hermandad de La Inmaculada había anunciado su desaparición inmediata, y como en aquellos momentos yo presidía un nutrido y animoso grupo juvenil en la parroquia del Carmen, decidimos hacernos cargo de ella y asegurar su continuidad.
No sé cómo pasó, pero tal cosa marcó el punto de partida de la “resurrección” de nuestras procesiones penitenciales santanderinas. Fueron llegando más jóvenes, reconstituyéndose Hermandades, recuperándose pasos y enseres dispersos… Aquel Viernes Santo habían salido a la calle -¡y en qué condiciones!- solo seis Cofradías y ocho pasos. En 2005 lo harán trece de las primeras y veinticuatro de los segundos. Quedan en medio veintiséis años de ilusiones y de trabajos, de logros y de fracasos, de generosidad y de esfuerzo, de compañerismo y espíritu de sacrificio; de múltiples experiencias, en suma.
El autor de este libro, Isidro, que ha tenido conmigo la sincera amabilidad de querer que yo lo prologara, ha vivido la Semana Santa santanderina y el mundo cofrade desde la infancia. Catorce años más joven que yo, ya la conoció renovada y en auge creciente. No por eso se situó, como muchos, en la posición cómoda de dejar el trabajo a los demás y beneficiarse del mismo en las ocasiones “de lucimiento”. Muy al contrario, ha bregado y luchado desde niño por ella como el que más, no ha sido espectador sino protagonista de su devenir y de sus avatares, primero en “su” Archicofradía de La Merced y actualmente también en la Junta de Cofradías.
Conociéndole, sabiendo de su personalidad, de su talento, de su sensibilidad, de sus cualidades, de su temperamento, no me cabe duda de que el presente libro -cuyo texto no he podido conocer aún porque el autor prefiere que su lectura no influya en mí a la hora de prologarlo- será un torbellino de vivencias, de impresiones, de elucubraciones mentales y sentimentales. Una amalgama de ideas y de imágenes, de aromas y colores, de poesía y de prosa, ésta nunca banal. Él es así. Él tiene alma de creador, de artista, de poeta, y estas personalidades tan especiales hacen cosas especiales también. Son capaces de ver con ojos distintos a los del común de los mortales el mundo que los rodea, de analizarlo con verdadera personalidad y originalidad, de establecer relaciones sorprendentes entre las cosas, de sentir con otra intensidad, de mirar con la lucidez de lo intuitivo…
Me atrevería a aventurar -si mucho no me equivoco, y estoy seguro de que no- que este libro no es para quien busque un estudio metódico, estructurado, digamos que “científico”, sobre las Cofradías y procesiones de la Semana Santa de Santander. Para eso ya existen otras publicaciones aparecidas previamente. Este texto es para quien quiera acercarse a las vivencias personales de un cofrade que lo ha sido “de toda la vida” y que lo ha sido (y sigue siendo) intensamente. Y, como dejo ya apuntado, ni siquiera encontraréis aquí reflejadas las experiencias y sentimientos de un cofrade más, sino un cofrade privilegiado, por su personalidad y por su vinculación al mundo que analiza y evoca. Un cofrade muy particular que se llama Isidro Rodríguez Ayestarán.
FRANCISCO GUTIÉRREZ DÍAZ