
Fue en las Navidades de 1984 cuando tres mocosos de once, diez y nueve años de edad hicimos acto de presencia en los locales de la Archicofradía de la Merced, la vieja capilla que se encontraba situada en nuestra misma calle, a escasos metros de nuestro portal.
Había sido nuestra propia tía Tere quien nos había engatusado a mis hermanos y a mí con una “merendola” que se celebraba con motivo de las fiestas navideñas. Allí, además, nos enseñarían a tocar el tambor para, si nos gustaba y nos atrevíamos, poder salir en las procesiones de Semana Santa.
No recuerdo si acudimos a la cita en cuestión, ya que por aquel entonces, si uno de los hermanos no iba a algún sitio determinado, los demás tampoco. Y, la verdad por delante, eso de ir a fiestas o reuniones con gente mayor y desconocida era algo que no sólo me aterraba, sino que me producía mucha vergüenza. Pero lo que sí es cierto, es que nos presentamos a los pocos días y, de nuevo, aleccionados por nuestra persistente tía.
Mi hermano Francisco, el mediano, ya había salido en procesión con la Archicofradía en un par de ocasiones, y como todos los niños que procesionaban, lo había hecho vestido con un hábito rojo y portando una pequeña cruz de madera. Sin embargo, la responsabilidad que requería el salir con un tambor en la cintura y dando baquetazos armónicos que sonaran a “marcha lenta” o “marcha ordinaria”, era mucho mayor que el salir con un pie delante del otro sin más requisito que ese.
Y allí estábamos tres mocosos – con la presencia y el toque de edad que tenían los niños de diez años en el año 84 y no la de ahora –, mirando por cada uno de los rincones de la vieja capilla mientras, no sólo mi tía, sino todos los allí presentes, nos sonreían y se empeñaban en enfundarnos los correajes y los pesados tambores que ya habían sido “baqueteados”lo suyo desde los años 40 en adelante.
Recuerdo que habíamos convencido a nuestro vecino Agustín para que acudiera con nosotros a esa cita que nos habíamos empeñado en retrasar por eso del miedo a lo desconocido, y también me viene a la memoria la primera vez que me colocaron entre mis dedos el par de baquetas con el que tendría que castigar al viejo, cansado y pesado tambor.
– “La baqueta, en la mano derecha, se coge con todos los dedos mientras que la que se coloca en la mano izquierda, se hace situándola entre los dedos corazón y anular y sujetada con el pulgar”.
Víctor, el chico que nos iba a dirigir, se colocó en el centro del local anexo a la capilla y, tras mirarnos a mis hermanos, mi vecino y a mí, comenzó con los toques exactos que había que dar.
Los toques que dimos nosotros puede que se pareciesen algo a lo que Víctor había tocado previamente, no lo recuerdo con total exactitud, pero lo que sí ha permanecido en mi interior durante todos estos años, fue el sonido de mi viejo tambor, retumbando por las viejas y cochambrosas paredes de la mítica capilla, escuchando el eco que se formaba y haciéndome sentir que aquellas paredes siempre habían estado impregnadas del aroma del tambor y la Semana Santa. Y fue, precisamente en ese mismo instante en que di mis primeros golpes con las baquetas, cuando tuve la certeza de que los antiguos cofrades que habían formado parte de la Archicofradía desde sus inicios, todos aquellos que ya no se encontraban entre nosotros en este reino de los vivos, habían bajado del cielo para recrearse con la visión de cuatro muchachos que, pese a que les habían despertado de su siesta, lo habían hecho con los toques que tantas veces habían marcado su paso procesional a lo largo de años por las calles de Santander.
Cuando decidimos que sí saldríamos en procesión acompañando a nuestro “Jesús Nazareno” y nuestra “Piedad” en la próxima Semana Santa, la de 1985, se fijaron los ensayos para los sábados por la tarde. Y allí acudíamos, después de disfrutar de “Sesión de tarde”, el programa cinematográfico que echaban tras el telediario y con el que disfrutábamos con maravillas como “Gunga Din”, “Fort Apache” o “Tres lanceros bengalíes” – míticas películas en blanco y negro con que la televisión de entonces nos obsequiaba a los cinéfilos, yo uno más pese a mi corta edad, a eso de las tres y media). Total, que tras comentar lo bien que lo habíamos pasado viendo a John Wayne persiguiendo a los indios, nos enfundábamos los correajes y dábamos inicio a nuestros ensayos con el tambor.
Si la primera experiencia con el sonido del tambor había sido mágica, lo que sentí cuando me vistieron el hábito de la Archicofradía es algo inenarrable. Y no me importó que los hábitos que tenían los de la Merced estuviesen en muchos casos raídos o pasados por las continuas puntadas y retoques que habían realizado para mejorar el atuendo. Es cierto que por aquel entonces la Merced no tenía dinero para poder hacer hábitos nuevos para que pudiera salir todo el mundo de punta en blanco, ni que se pudiera permitir enormes fastos – se habían gastado un capital en comprar unos tambores nuevos para ¡¡nosotros!! – pero lo que sí es cierto y llena de orgullo a esas gentes que con el paso del tiempo se han convertido en amigos, es que el dinero era lo de menos siempre y cuando la ilusión por procesionar por las calles de la ciudad ocupara el primer lugar en nuestras prioridades.
Y así ha sido durante todos estos años.
Ese nuestro primer año, 1985, se decidió que no saliésemos tocando el tambor el día de Miércoles Santo para no cansarnos y, así, poder procesionar el Jueves y Viernes Santo. Por eso, nuestra primera salida fue portando unos hachones en nuestra procesión estrella, la “Procesión del Perdón y el Silencio”, en la que la Archicofradía de la Merced, con su Paso del “Jesús Nazareno” – el Ecce Homo – portando a hombros por doce costaleros, llegaba hasta las dependencias de la Prisión Provincial para liberar a un preso, ya que la prioridad de la Archicofradía es la atención continuada a los presos.
Había sido nuestra propia tía Tere quien nos había engatusado a mis hermanos y a mí con una “merendola” que se celebraba con motivo de las fiestas navideñas. Allí, además, nos enseñarían a tocar el tambor para, si nos gustaba y nos atrevíamos, poder salir en las procesiones de Semana Santa.
No recuerdo si acudimos a la cita en cuestión, ya que por aquel entonces, si uno de los hermanos no iba a algún sitio determinado, los demás tampoco. Y, la verdad por delante, eso de ir a fiestas o reuniones con gente mayor y desconocida era algo que no sólo me aterraba, sino que me producía mucha vergüenza. Pero lo que sí es cierto, es que nos presentamos a los pocos días y, de nuevo, aleccionados por nuestra persistente tía.
Mi hermano Francisco, el mediano, ya había salido en procesión con la Archicofradía en un par de ocasiones, y como todos los niños que procesionaban, lo había hecho vestido con un hábito rojo y portando una pequeña cruz de madera. Sin embargo, la responsabilidad que requería el salir con un tambor en la cintura y dando baquetazos armónicos que sonaran a “marcha lenta” o “marcha ordinaria”, era mucho mayor que el salir con un pie delante del otro sin más requisito que ese.
Y allí estábamos tres mocosos – con la presencia y el toque de edad que tenían los niños de diez años en el año 84 y no la de ahora –, mirando por cada uno de los rincones de la vieja capilla mientras, no sólo mi tía, sino todos los allí presentes, nos sonreían y se empeñaban en enfundarnos los correajes y los pesados tambores que ya habían sido “baqueteados”lo suyo desde los años 40 en adelante.
Recuerdo que habíamos convencido a nuestro vecino Agustín para que acudiera con nosotros a esa cita que nos habíamos empeñado en retrasar por eso del miedo a lo desconocido, y también me viene a la memoria la primera vez que me colocaron entre mis dedos el par de baquetas con el que tendría que castigar al viejo, cansado y pesado tambor.
– “La baqueta, en la mano derecha, se coge con todos los dedos mientras que la que se coloca en la mano izquierda, se hace situándola entre los dedos corazón y anular y sujetada con el pulgar”.
Víctor, el chico que nos iba a dirigir, se colocó en el centro del local anexo a la capilla y, tras mirarnos a mis hermanos, mi vecino y a mí, comenzó con los toques exactos que había que dar.
Los toques que dimos nosotros puede que se pareciesen algo a lo que Víctor había tocado previamente, no lo recuerdo con total exactitud, pero lo que sí ha permanecido en mi interior durante todos estos años, fue el sonido de mi viejo tambor, retumbando por las viejas y cochambrosas paredes de la mítica capilla, escuchando el eco que se formaba y haciéndome sentir que aquellas paredes siempre habían estado impregnadas del aroma del tambor y la Semana Santa. Y fue, precisamente en ese mismo instante en que di mis primeros golpes con las baquetas, cuando tuve la certeza de que los antiguos cofrades que habían formado parte de la Archicofradía desde sus inicios, todos aquellos que ya no se encontraban entre nosotros en este reino de los vivos, habían bajado del cielo para recrearse con la visión de cuatro muchachos que, pese a que les habían despertado de su siesta, lo habían hecho con los toques que tantas veces habían marcado su paso procesional a lo largo de años por las calles de Santander.
Cuando decidimos que sí saldríamos en procesión acompañando a nuestro “Jesús Nazareno” y nuestra “Piedad” en la próxima Semana Santa, la de 1985, se fijaron los ensayos para los sábados por la tarde. Y allí acudíamos, después de disfrutar de “Sesión de tarde”, el programa cinematográfico que echaban tras el telediario y con el que disfrutábamos con maravillas como “Gunga Din”, “Fort Apache” o “Tres lanceros bengalíes” – míticas películas en blanco y negro con que la televisión de entonces nos obsequiaba a los cinéfilos, yo uno más pese a mi corta edad, a eso de las tres y media). Total, que tras comentar lo bien que lo habíamos pasado viendo a John Wayne persiguiendo a los indios, nos enfundábamos los correajes y dábamos inicio a nuestros ensayos con el tambor.
Si la primera experiencia con el sonido del tambor había sido mágica, lo que sentí cuando me vistieron el hábito de la Archicofradía es algo inenarrable. Y no me importó que los hábitos que tenían los de la Merced estuviesen en muchos casos raídos o pasados por las continuas puntadas y retoques que habían realizado para mejorar el atuendo. Es cierto que por aquel entonces la Merced no tenía dinero para poder hacer hábitos nuevos para que pudiera salir todo el mundo de punta en blanco, ni que se pudiera permitir enormes fastos – se habían gastado un capital en comprar unos tambores nuevos para ¡¡nosotros!! – pero lo que sí es cierto y llena de orgullo a esas gentes que con el paso del tiempo se han convertido en amigos, es que el dinero era lo de menos siempre y cuando la ilusión por procesionar por las calles de la ciudad ocupara el primer lugar en nuestras prioridades.
Y así ha sido durante todos estos años.
Ese nuestro primer año, 1985, se decidió que no saliésemos tocando el tambor el día de Miércoles Santo para no cansarnos y, así, poder procesionar el Jueves y Viernes Santo. Por eso, nuestra primera salida fue portando unos hachones en nuestra procesión estrella, la “Procesión del Perdón y el Silencio”, en la que la Archicofradía de la Merced, con su Paso del “Jesús Nazareno” – el Ecce Homo – portando a hombros por doce costaleros, llegaba hasta las dependencias de la Prisión Provincial para liberar a un preso, ya que la prioridad de la Archicofradía es la atención continuada a los presos.