Hay muchas otras imágenes que procesionan en esta Semana Santa santanderina – actualmente, son treinta – pero las que he comentado anteriormente son las que merecen con todos los honores el ser calificadas como “las imágenes de mi infancia”. El resto ya pertenecen a ese otro mundo de la Semana Santa “desde dentro”, y por eso merecen un capítulo aparte.
Y es que los recuerdos de la infancia son como cuando evoco el olor a castañas asadas que había en mi casa en aquellas noches de invierno en que salíamos del Colegio Calvo Sotelo a eso de las cinco de la tarde – noche cerrada. Increíble pero cierto y así lo recuerdo –. Ansiábamos llegar a casa cuanto antes para hacer los deberes sobre la mesa camilla, junto a la estufa de butano y mientras merendábamos y disfrutábamos de aquel olor que aún me hace retornar a los siete años cada vez que paso por la Plaza Porticada y veo esa locomotora donde una señoruca mayor las vende a tanto el capirote.
Y esto no ha hecho sino reforzar aún más aquel pasado de procesiones, sentado en las sillas del Paseo Pereda, y viendo pasar ante mis ojos toda aquella secuencia catequética acerca de la Pasión de Cristo, algo que ya había visto mil veces en la televisión de la época y que, al vivo, se veía complementado por los hábitos multicolores de las distintas cofradías, multitud de gente portando diversos aditamentos, con lento caminar, y con unas soberbias imágenes adornadas con luces y flores.
Por eso, es justo finalizar este capítulo con esa maravillosa frase que le decía Deborah Kerr a Cary Grant sobre la cubierta de un barco en la no menos maravillosa y siempre nostálgica y emotiva película “Tú y yo”:
– Qué frío es el invierno cuando no se tienen recuerdos…
Es típico que la Semana Santa huela a incienso, a laurel y a flores.
Por eso, mi infancia va acompañada de todos esos aromas que se quedaron impregnados para siempre en lo más profundo de mi corazón.
Y es que los recuerdos de la infancia son como cuando evoco el olor a castañas asadas que había en mi casa en aquellas noches de invierno en que salíamos del Colegio Calvo Sotelo a eso de las cinco de la tarde – noche cerrada. Increíble pero cierto y así lo recuerdo –. Ansiábamos llegar a casa cuanto antes para hacer los deberes sobre la mesa camilla, junto a la estufa de butano y mientras merendábamos y disfrutábamos de aquel olor que aún me hace retornar a los siete años cada vez que paso por la Plaza Porticada y veo esa locomotora donde una señoruca mayor las vende a tanto el capirote.
Y esto no ha hecho sino reforzar aún más aquel pasado de procesiones, sentado en las sillas del Paseo Pereda, y viendo pasar ante mis ojos toda aquella secuencia catequética acerca de la Pasión de Cristo, algo que ya había visto mil veces en la televisión de la época y que, al vivo, se veía complementado por los hábitos multicolores de las distintas cofradías, multitud de gente portando diversos aditamentos, con lento caminar, y con unas soberbias imágenes adornadas con luces y flores.
Por eso, es justo finalizar este capítulo con esa maravillosa frase que le decía Deborah Kerr a Cary Grant sobre la cubierta de un barco en la no menos maravillosa y siempre nostálgica y emotiva película “Tú y yo”:
– Qué frío es el invierno cuando no se tienen recuerdos…
Es típico que la Semana Santa huela a incienso, a laurel y a flores.
Por eso, mi infancia va acompañada de todos esos aromas que se quedaron impregnados para siempre en lo más profundo de mi corazón.